Vivimos con prisa, sin pausa, aniquilamos
los pequeños momentos que dibujan sonrisas. Vivimos por inercia, como autómatas
educados para producir y consumir, producir y consumir… y así hasta formar un
ciclo eterno que nosotros mismos retroalimentamos generación tras generación.
Si alguien tropieza, no hay tiempo para detenerse y tenderle la mano, estamos
demasiado ocupados intentando mantener en pie nuestras vidas. Es curioso cuando
nos enseñan en el colegio que el ser humano es un ser social. Ser social implica
relacionarse con los demás y, por lo tanto, preocuparse por los demás, todo el
tiempo.
De repente, el sonido de una explosión
retumba en nuestro interior. Parece que todo se queda en silencio.
Ocurre un desastre. Nos hablan de colaboración
ciudadana. Nos hablan de solidaridad. Da la sensación de que sólo recordamos
nuestra parte más humana cuando quizá ya es demasiado tarde, cuando las vidas
ya se han consumido y no hay vuelta atrás. Nosotros, como fieles presos de la
doble moral, nos sentamos delante de los televisores e incluso nos atrevemos a
derramar alguna lágrima. Los telediarios nos bombardean con impactantes
imágenes durante unos días y, de alguna manera, en nosotros nace un doble
sentimiento: nos encontramos consternados y nos compadecemos de las víctimas
pero, al mismo tiempo, nos invade una sensación de alivio al ser conscientes de
la suerte que tenemos por vivir en el país en el que vivimos y por tener todo
lo que tenemos.
Un día encendemos el telediario y las
imágenes de la catástrofe ya no están, como si ellas también hubiesen sido
enterradas junto a las víctimas. No nos explicaron las causas, ni las posibles
consecuencias, no nos explicaron nada, el asunto murió en cuestión de días,
como si nunca hubiese ocurrido, porque eso hacen, eso hacemos, fingimos que los
problemas no existen con la esperanza de que desaparezcan o se hagan más
pequeños. Todo menos intentar buscar una solución y asumir la responsabilidad
de para afrontarlos, no nos interesa.
Y mueren, muchos mueren sin apenas haber vivido
y, mientras tanto, nosotros corremos hacia nuestras oficinas y ni siquiera
somos capaces de ayudar al vagabundo de la esquina. Es más, le miramos mal, le
hacemos sentir inferior, le recordamos que no es apto para nuestra perfecta
sociedad, que no es suficiente.
Y un día vuelve a ocurrir, otra explosión
que retumba, otras imágenes que se clavan en nuestra retinas y, por un momento
volvemos a ser personas que se preocupan por otras personas, por un momento…
sólo por un momento.
Andrea Arrieta
0 comentarios:
Publicar un comentario