La
colgada de carteles en la madrugada del pasado sábado 8 de mayo dio el
pistoletazo de salida a una campaña electoral diferente a las que estamos
acostumbrados. Al dar las doce de la noche del viernes candidatos, simpatizantes y voluntarios de todos y cada uno de los municipios
españoles se dejaban fotografiar en la
ya tradicional pega de pancartas pidiendo el voto a los ciudadanos. Hasta ahí
todo normal. Pero los resultados de las encuestas ya vienen vaticinando desde
hace tiempo que estos comicios serán diferentes. Ya no se trata de un combate a
dos, donde todo se decide al rojo o negro, buenos contra malos, derecha contra
izquierda. En el tablero han aparecido nuevas piezas, y vienen a quedarse. Sin
entrar a valorar si un sistema pluripartidista al más puro estilo italiano es
mejor que el bipartidismo al que estamos acostumbrado, lo cierto es que en las
calles de nuestro país también se distinguen colores nuevos, diferentes. La
opinión pública siente como la agonizante dualidad PP-PSOE,
un sistema atacado y desgastado por un descontento colectivo hacia la crisis,
la corrupción y por una imagen cada vez más extendida de la supeditación del
gobierno a los poderes económicos, el IBEX
35, la Troika y el Banco Europeo, dejará paso a unos parlamentos más
abiertos, plurales y variados. El sistema democrático, entendido como una
organización social que atribuye el poder al conjunto de la sociedad, cobra más
sentido aún, cuando este poder está representado por más de unos pocos. Pero,
¿en realidad estamos ante un triunfo de la democracia? Es difícil responder a
esta pregunta, para ello debemos entender que un sistema democrático es aquel
que garantiza un Estado de Bienestar, es decir un modelo de organización en el
que el Estado garantiza los servicios fundamentales en cumplimiento de derechos
sociales a la totalidad de habitantes de un país. Por tanto, en la praxis, el
ser de una democracia está no sólo en la
elección libre de los representantes
políticos, sino que también es necesario que una mayoría amplia forme gobierno
para poder garantizar una estabilidad institucional que proteja este sistema.
Nadie puede asegurar el concierto y la
estabilidad necesaria para gobernar en
el nuevo escenario político, tras las elecciones del 24 de mayo, ni siquiera los propios candidatos.
Ante
esta nueva realidad parece que la única solución pasa porque en las cámaras
parlamentarias se llegue a grandes
acuerdos, a pactos políticos, eso que algunos llaman una "gran coalición", que
construiría un escenario democrático idílico, hasta ahora no conocido en
nuestro país. Pero todo parece indicar que esta realidad está ahora más lejos
que nunca. Para lograr esta coalición los partidos tradicionales, recientemente
bautizados como “casta”, tienen
que llegar a acuerdos con los partidos emergentes o "partidos de marca”, pero estos de momento no quieren
mojarse. Los estamos viendo en Andalucía. Las nuevas fuerzas políticas están
boicoteando la investidura de Susana Díaz, para así mantener su cara lavada de
cara a éstas ya a las elecciones generales del próximo mes de noviembre. Ciudadanos, recién llegados al parlamento
andaluz como la cuarta fuerza política, y carente de una estructura definida a
nivel nacional que permite controlar un crecimiento cada vez más rápido, se
definen como la opción del “cambio sensato”, negándose a negociar a favor de la
investidura de Díaz, cada vez más improbable. Por su parte la líder de Podemos en Andalucía, Teresa Rodríguez, tras varios días
jugando al despiste, reveló su intención de votar "NO” a la elección de la
presidenta andaluza. En realidad la mayoría de las propuestas del partido liderado por Pablo
Iglesias son de sentido común. Entre ellas está dar
jaque a la corrupción, con la dimisión de Chávez
y Griñán, reducir el número de
altos cargos y asesores políticos y la readmisión de personal en sectores como
la educación y la sanidad, y por último, que la Junta retire sus cuentas
corrientes de las entidades que han realizado desahucios sin alternativa.
Parece que los socialistas al menos la primera la han cumplido, pero Susana
Díaz se niega a aceptar las otras y continuar con sus planes de gobernar en
solitario, alimentado más una incertidumbre que parece no dirigirse a esa
firmeza administrativa que ayude en estos momentos tan difíciles.
En
un intento por ofrecer una alternativa viable y práctica, los nuevos partidos no son, hoy por hoy, totalmente eficaces. Tal vez porque en realidad
el cambio necesite de unas formas de hacer política, que por dispares, resultan
imposibles. Podemos parecía haber descubierto la fórmula, diseñando una
identidad en las pasadas elecciones europeas y que se ha ido diluyendo a paso
forzado a medida que se han convertido en partido, a pesar de las discrepancias
de su ideólogo, Monedero.
Tampoco
ayuda al equilibrio ese juego de Ciudadanos al “soy o no soy”. Porque no está
claro qué quiere decir su líder Albert Rivera cuando reitera en todas sus
intervenciones que ellos no han surgido para pactar, sino para gobernar. Esta idea
es el punto de partida de cualquier partido político que está para eso,
gobernar. Pero no se puede rechazar la posibilidad de llegar a acuerdos
políticos, porque en eso consiste precisamente la democracia. El país más
democrático no es aquel en el que gobierna la fuerza más votada, sino aquel en
el que, a partir de opiniones enfrentadas, se llegan a pactos que garanticen la
estabilidad de sus instituciones.
El
nuevo mapa político se muestra diferente. La presión surgida con la irrupción
de las nuevas fuerzas en el ámbito nacional, ha provocado respuestas positivas
por parte de los partidos mayoritarios, que se han mostrado más dispuestos a ciertos cambios. Sólo por eso parece que la ruptura del bipartidismo merece la
pena. Pero de ninguna manera se puede afirmar, al menos de momento, que este
desmembramiento político vaya a reforzar los cimientos de un sistema algo
agotado desde 1978, pero sin duda necesario.
Alberto Fernández
Alberto Fernández
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