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martes, 12 de mayo de 2015

Comienza la batalla



La colgada de carteles en la madrugada del pasado sábado 8 de mayo dio el pistoletazo de salida a una campaña electoral diferente a las que estamos acostumbrados. Al dar las doce de la noche del viernes  candidatos, simpatizantes y voluntarios  de todos y cada uno de los municipios españoles se  dejaban fotografiar en la ya tradicional pega de pancartas pidiendo el voto a los ciudadanos. Hasta ahí todo normal. Pero los resultados de las encuestas ya vienen vaticinando desde hace tiempo que estos comicios serán diferentes. Ya no se trata de un combate a dos, donde todo se decide al rojo o negro, buenos contra malos, derecha contra izquierda. En el tablero han aparecido nuevas piezas, y vienen a quedarse. Sin entrar a valorar si un sistema pluripartidista al más puro estilo italiano es mejor que el bipartidismo al que estamos acostumbrado, lo cierto es que en las calles de nuestro país también se distinguen colores nuevos, diferentes. La opinión pública siente como la agonizante dualidad PP-PSOE, un sistema atacado y desgastado por un descontento colectivo hacia la crisis, la corrupción y por una imagen cada vez más extendida de la supeditación del gobierno a los poderes económicos, el IBEX 35, la Troika y el Banco Europeo, dejará paso a unos parlamentos más abiertos, plurales y variados. El sistema democrático, entendido como una organización social que atribuye el poder al conjunto de la sociedad, cobra más sentido aún, cuando este poder está representado por más de unos pocos. Pero, ¿en realidad estamos ante un triunfo de la democracia? Es difícil responder a esta pregunta, para ello debemos entender que un sistema democrático es aquel que garantiza un Estado de Bienestar, es decir un modelo de organización en el que el Estado garantiza los servicios fundamentales en cumplimiento de derechos sociales a la totalidad de habitantes de un país. Por tanto, en la praxis, el ser de una democracia está no sólo en la elección libre  de los representantes políticos, sino que también es necesario que una mayoría amplia forme gobierno para poder garantizar una estabilidad institucional que proteja este sistema. Nadie puede asegurar  el concierto y la estabilidad necesaria para gobernar  en el nuevo escenario político, tras las elecciones del 24 de mayo, ni siquiera los propios candidatos.

Ante esta nueva realidad parece que la única solución pasa porque en las cámaras parlamentarias se llegue a  grandes acuerdos, a pactos políticos, eso que algunos llaman una "gran coalición", que construiría un escenario democrático idílico, hasta ahora no conocido en nuestro país. Pero todo parece indicar que esta realidad está ahora más lejos que nunca. Para lograr esta coalición los partidos tradicionales, recientemente bautizados como “casta”, tienen que llegar a acuerdos con los partidos emergentes o "partidos de marca”, pero estos de momento no quieren mojarse. Los estamos viendo en Andalucía. Las nuevas fuerzas políticas están boicoteando la investidura de Susana Díaz, para así mantener su cara lavada de cara a éstas ya a las elecciones generales del próximo mes de noviembre. Ciudadanos, recién llegados al parlamento andaluz como la cuarta fuerza política, y carente de una estructura definida a nivel nacional que permite controlar un crecimiento cada vez más rápido, se definen como la opción del “cambio sensato”, negándose a negociar a favor de la investidura de Díaz, cada vez más improbable. Por su parte la líder de Podemos en Andalucía, Teresa Rodríguez, tras varios días jugando al despiste, reveló su intención de votar "NO” a la elección de la presidenta andaluza. En realidad la mayoría de las propuestas del partido liderado por Pablo Iglesias son de sentido común. Entre ellas está dar jaque a la corrupción, con la dimisión de Chávez y Griñán, reducir el número de altos cargos y asesores políticos y la readmisión de personal en sectores como la educación y la sanidad, y por último, que la Junta retire sus cuentas corrientes de las entidades que han realizado desahucios sin alternativa. Parece que los socialistas al menos la primera la han cumplido, pero Susana Díaz se niega a aceptar las otras y continuar con sus planes de gobernar en solitario, alimentado más una incertidumbre que parece no dirigirse a esa firmeza administrativa que ayude en estos momentos tan difíciles.



En un intento por ofrecer una alternativa viable y práctica, los nuevos partidos no son, hoy por hoy, totalmente eficaces. Tal vez porque en realidad el cambio necesite de unas formas de hacer política, que por dispares, resultan imposibles. Podemos parecía haber descubierto la fórmula, diseñando una identidad en las pasadas elecciones europeas y que se ha ido diluyendo a paso forzado a medida que se han convertido en partido, a pesar de las discrepancias de su ideólogo, Monedero.

Tampoco ayuda al equilibrio ese juego de Ciudadanos al “soy o no soy”. Porque no está claro qué quiere decir su líder Albert Rivera cuando reitera en todas sus intervenciones que ellos no han surgido para pactar, sino para gobernar. Esta idea es el punto de partida de cualquier partido político que está para eso, gobernar. Pero no se puede rechazar la posibilidad de llegar a acuerdos políticos, porque en eso consiste precisamente la democracia. El país más democrático no es aquel en el que gobierna la fuerza más votada, sino aquel en el que, a partir de opiniones enfrentadas, se llegan a pactos que garanticen la estabilidad de sus instituciones.


El nuevo mapa político se muestra diferente. La presión surgida con la irrupción de las nuevas fuerzas en el ámbito nacional, ha provocado respuestas positivas por parte de los partidos mayoritarios, que se han mostrado más dispuestos a ciertos cambios. Sólo por eso parece que la ruptura del bipartidismo merece la pena. Pero de ninguna manera se puede afirmar, al menos de momento, que este desmembramiento político vaya a reforzar los cimientos de un sistema algo agotado desde 1978, pero sin duda necesario.

Alberto Fernández


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