“Hay un juego de
adivinación que se juega con un mapa. Uno de los participantes pide al otro que
encuentre una palabra dada: el nombre de una ciudad, un río, un Estado o un
imperio; en suma, cualquier palabra que figure en la abigarrada y complicada
superficie del mapa. Por lo regular, un novato en el juego busca confundir a su
oponente proponiéndole los nombres escritos con los caracteres más pequeños,
mientras que el buen jugador escogerá aquellos que se extienden con grandes
letras de una parte a otra del mapa. Estos últimos, al igual que las muestras y
carteles excesivamente grandes, escapan a la atención a fuerza de ser
evidentes, y en esto la desatención ocular resulta análoga al descuido que lleva
al intelecto a no tomar en cuenta consideraciones excesivas y palpablemente
evidentes”. La Carta Robada, Edgar
Allan Poe (1809-1849).
La prosa de este escritor
estadounidense destaca por contener una dialéctica sombría que atrapa al lector
entre laberintos lingüísticos repletos de metáforas. Juegos de palabras que se
enredan en la consciencia y se recrean intentando engañar a la mente. Relatos
como El Cuervo o El Corazón Delator se alzan como auténticos rompecabezas que retan
al intelecto a trasladarse a estadios superiores de análisis con el objetivo de
alcanzar niveles más elevados de cognición.
Sus historias se
construyen sobre una base ecléctica que empuja al logos a realizar un ejercicio de interpretación, tomando como
fundamento conceptos y métodos de razonamiento de diversas disciplinas.
Complejas analogías dibujan un auténtico entramado que persigue destruir los
ejes axiomáticos que sirven como mecanismo de las leyes universales.
Un desafío que cuestiona
todas las perspectivas y los puntos de vista. Una especie de completo
jeroglífico que pone en tela de juicio las verdades asumidas por los sistemas
sociales en los que nos encontramos inmersos, que nos hace dudar de nuestra
manera de analizar e interpretar la información y nuestro entorno. Relatos en
los que las palabras convergen para formar una auténtica Escalera de Penrose.
Andrea Arrieta
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